¡Tengo miedo!
“Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe” (Mateo 18:5).
Hace algunos años, una de las noticias más estremecedoras que he escuchado tuvo que ver con un niño de diez años que apareció colgado en el trastero de su casa. Tenía solo diez años. Era un niño normal. Pero lo cierto es que había preparado su muerte con la fría crueldad de un adulto. Sobre la mesa de estudio estaba esa carta que repite lo tan sabido: “No culpéis a nadie de mi muerte. Me quito la vida voluntariamente”. Y, luego, por toda explicación, dos únicas, horribles, vertiginosas palabras: “Tengo miedo”.
Tenía miedo. Ni él mismo hubiera sabido explicar muy claramente de qué. Pero estaba solo. Tan solo como todos los niños encerrados en las cuatro paredes de esa infinita soledad que sienten los pequeños cuando no son suficientemente amados. Este chico, mientras subía el tramo de escalera que iba del séptimo al octavo piso donde estaba el trastero, no sabía, no había leído todas esas estadísticas que aseguran que anualmente en el mundo más de dos millones de niños son sometidos a malos tratos; que en Estados Unidos cada año los hospitales atienden entre cien y doscientos mil casos de niños torturados, entre sesenta y cien mil casos de pequeños sometidos a violencia sexual y que cerca de ochocientos mil son abandonados por sus padres y familiares. Tampoco sabía mientras pasaba su cinturón alrededor del tubo de la calefacción que aquel trágico momento formaba parte del Año Internacional del Niño…
Por si fuera poco, el miedo también facilita que diversas enfermedades afecten nuestras vidas: “Muy íntima es la relación entre la mente y el cuerpo. Cuando una está afectada, el otro simpatiza con ella. La condición de la mente influye en la salud mucho más de lo que generalmente se cree. Muchas enfermedades son el resultado de la depresión mental. Las penas, la ansiedad, el descontento, remordimiento, sentimiento de culpabilidad y desconfianza, menoscaban las fuerzas vitales y llevan al decaimiento y a la muerte” (Consejos sobre la salud, p. 341).
En estos tiempos de sobreexposición a todo tipo de información (gran parte de ella muy frustrante), niños, jóvenes y adultos somos proclives a padecer los efectos del miedo. Por eso, recibir a Jesús en nuestras vidas es tan importante. Su presencia abrirá horizontes de esperanza que cambiarán las perspectivas más pesimistas.
Acércate hoy como un niño a Jesús. Reconoce tus debilidades. Confiésale lo vulnerable que te sientes. Dile que tienes miedo. Él te recibirá y te dará paz.