«Cuando fue de día, algunos de los judíos tramaron un complot y se juramentaron bajo maldición, diciendo que no comerían ni beberían hasta que hubieran dado muerte a Pablo. Eran más de cuarenta los que habían hecho esta conjuración». (Hechos 23: 12-13)
En cierta ocasión, estaba visitando la Iglesia de Badalona (Barcelona, España) cuyo pastor no estaba todavía ordenado. Había preparado para el bautismo a una señora de veintinueve años y me pidió que la bautizase. Todo estaba listo para el bautismo cuando, de pronto, apareció su marido tremendamente enfadado. Bajo ningún concepto estaba dispuesto a permitir el bautismo de su esposa y así nos lo comunicó con exasperación; pero ella, con firmeza, insistía que quería bautizarse. Hablamos como pudimos con el esposo, tratamos de calmarlo, pero fue inútil, así que les pedimos que hablasen ellos a solas. Al terminar, nada había cambiado, insinuamos a la catecúmena la posibilidad de celebrar el bautismo en otra ocasión y lugar, pero se negó, aduciendo que aquella era una decisión que le incumbía a ella y no a su marido, y que pedía ser bautizada. Entonces el esposo se quitó la alianza, la arrojó contra el suelo y, dirigiéndose a mí, me dijo: «¡Le aseguro que usted pagará con su vida el haber bautizado a mi esposa!», y se marchó. La iglesia entera oró fervientemente al Señor; había temor en los hermanos, pero el bautismo tuvo lugar.
Menos de un año después, me encontré con la pareja en una convención de Ministerios Personales, y él me dijo que había venido para pedirme consejo. ¿Qué consejo? Con tristeza me rogó que les ayudase a salvar su hogar. Hablamos como amigos, pues él me había convertido en un consejero, pero no aceptó mis recomendaciones, así que me acerqué a ella y le aconsejé sobre cómo una esposa adventista debía conducir el matrimonio con un esposo que no lo era. Todavía en dos ocasiones más me vi con ellos, pero la situación no había cambiado: su esposo le hacía la vida imposible, le impedía ir a la iglesia y terminaron por divorciarse. Él se volvió a casar y ella, con quien he hablado antes de escribir esta página, cuarenta años después, sigue fiel a su fe en la Iglesia central de Barcelona. Una hija del matrimonio es también miembro de la iglesia. Él, tristemente, enviudó y padece un cáncer terminal de próstata.
Dios protegió a Pablo muchas veces de los peligros y amenazas de muerte, y sigue guardando a todos aquellos que le sirven, le obedecen fielmente y le aman.