Recuerdo la vez que me encontré con un amigo a quien no había saludado durante mucho tiempo. Estaba con su esposa, y él cargaba un bebé en sus brazos. Resulta que ese amigo ya bordeaba los sesenta años de edad. Entonces hablé sin pensar: -
¡Qué bebé tan bonito! ¿Es tu nieto? -No, es mi hijo —respondió.
—Ah, entiendo —dije, avergonzado.
Cuando notó mi turbación, me dijo:
—No eres el primero que me lo dice. Este el hijo de mi vejez.
Otro día estaba a la puerta de la iglesia saludando a los hermanos, después de predicar un sábado. Entonces un señor de edad madura, acompañado por una jovencita, se detuvo para saludarme.
—¡Qué bien! —le respondí—. Soy de Caracas.
Entonces, mirando a la joven que estaba a su lado, le pregunté:
—¿Es su hija?
—No, es mi esposa.
«¡Otra vez pasando vergüenza!», pensé. ¿Qué necesidad tenía yo de hacer esa pregunta? Después del incidente traté de justificarme pensando: «¿Qué culpa tengo yo de que ese señor se haya casado con una muchacha que podría ser su hija?». Pero esa excusa no me sirvió para nada; al final concluí que, una vez más, había hablado demasiado.
Tenía razón Salomón cuando escribió que «es de sabios hablar poco, y de inteligentes mantener la calma. Hasta el necio pasa por sabio e inteligente cuando se calla y guarda silencio» (Prov. 11:27,28).
O como lo dice el siguiente proverbio: No digas todo lo que sabes, no creas todo lo que oyes, no gastes todo lo que tienes, porque... Quien dice todo lo que sabe, cree todo lo que oye, gasta todo lo que tiene, muchas veces... Dice lo que no conviene, juzga lo que no ve, gasta lo que no debe.
¡Muy sabio! Difícilmente te equivocarás por algo que no hayas dicho. Pero muchas veces lo harás si hablas más de la cuenta.
Padre amado, dame de tu sabiduría para saber cuándo helar y cuándo callar