Mi madre murió en mis brazos
“Ninguno de nosotros vive para sí y ninguno muere para sí. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos o que muramos, del Señor somos” (Romanos 14:7, 8).
Sucedió la madrugada del 29 de junio de 1984. Yo había estado preparando hasta muy tarde un sermón de boda. Al día siguiente, teníamos que viajar a Barcelona (España), donde tendría lugar el enlace, de modo que llevaba solo unas dos horas en la cama cuando notamos que mi madre se había levantado jadeante y se dirigía hacia la terraza. Ella necesitaba aire fresco porque se estaba ahogando. Padecía un cáncer de pulmón y aquella noche algo se complicó que le produjo una crisis respiratoria fatal. Mi esposa y yo nos levantamos inmediatamente; yo la tomé en mis brazos antes de que cayera. Toda la familia estaba a su lado cuando los estertores de la muerte nos indicaron que estaba agonizando. Ya sin palabras, su mirada ansiosa iba de uno a otro de nuestros rostros con una misteriosa mezcla del que pide socorro pero prodiga amor, buscando ojos para intercambiar miradas. La apreté contra mi pecho y, pasados unos minutos, expiró.
En una de sus más famosas rimas, Gustavo Adolfo Bécquer repite: “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!” No, no estoy de acuerdo con el poeta romántico ni con aquellos que piensan que los hombres podemos vivir juntos pero morimos solos. Mi madre fallecida no sintió ni la inmensidad de la oscura noche en la que penetró, ni las frías paredes de la tumba, ni la ausencia de sus deudos, porque estaba inconsciente. Al morir, dejó de sentir, de ver, de oír; hasta que vuelva a vivir no recordará, pero cuando despierte a la vida, los rostros de sus amados que le acompañamos en aquel día, el amor con el que se despidió de nosotros, renacerán con ella, porque así como vivimos juntos morimos también juntos, y ella vive imperecedera en nuestra memoria hasta el día de la resurrección.
¿Cómo debemos interpretar la vida? ¿Cómo vivir? A mí, la respuesta me parece obvia: ¡Amando! Porque amar es vivir a lo divino: amar a Dios, amar a la familia, amar a los hermanos en la fe, amar al prójimo, amar incluso al enemigo. Como dice nuestro texto, vivir para Dios, no para sí, vivir para los demás, no para sí; vivir en compañía, en fraternidad, amando, sirviendo, compartiendo y en el día de la muerte, no estaremos solos.
Usemos nuestras vidas para honrar al Padre celestial y, venga lo que venga, recordemos siempre que hay un Dios en los cielos.