La Cura de Dios para tus Bostezos – 3

jueves, 21 de abril de 2016
“¿A quién sino a ti tengo en el cielo? A tu lado no me agrada ya la tierra. Aunque mi corazón y mi cuerpo desfallezcan, mí refugio y mi heredad por siempre es Dios”. Salmo 73:25, 26, LPH

ULTIMAMENTE, los estadounidenses nos venimos gastando diez mil millones de dólares al año simplemente por cambiar el tono de llamada de nuestros teléfonos móviles. La mitad del mundo se va a dormir por la noche con hambre y nosotros gastamos diez mil millones de dólares cambiando el tono de llamada. Seamos sinceros: los occidentales somos dados a gastar, ¿no? No importa la economía (por la que, por supuesto, todos estamos muy preocupados estos días). Cuando hay que tener algo lo compramos sin importar los líos que tengamos que hacer para ello. Y así, la mayor colección del mundo en juguetes (tanto para niños como para adultos), cachivaches, herramientas, gangas que no necesitamos compradas en liquidaciones, vajillas de porcelana, discos de DVD, ropa, tonos de llamada, zapatos, cortacéspedes y demás sigue creciendo más y más.
Quizá por eso nos hayamos convertido en la nación con mayor déficit de la tierra. Exprimiendo nuestras tarjetas de crédito más allá de su límite, hemos descubierto una manera de no ser más que el vecino y de pagar nuestra colección de posesiones y nuestro costoso estilo de vida. Un comentarista lo describió como nuestra negativa a reconocer los límites naturales. ¿Es eso?
Y entonces se presenta el sábado, el más inmaterial de todos los dones confiados a la raza humana. No puedes envasarlo, cortarlo en trocitos y luego venderlo al mayor postor. No puedes recogerlo ni pintarlo. Es, más bien, de la sustancia de lo inmaterial, lo invisible, un trozo de tiempo eterno esbozado en los calendarios de la supervivencia humana, que nos ofrece lo máximo en lo inmaterial: una amistad personal con nuestro Creador.
El grito del Salmista en nuestro texto de hoy proviene de alguien que ha adquirido la dura conciencia de que las posesiones materiales de la tierra se desvanecen en la insignificancia frente al ofrecimiento divino de que poseamos a Dios. “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti?” Como un progenitor que se goza en el sentido de posesión de un niño -“Este es mi papá, esta es mi mamá”-, Dios anhela ser así poseído. Y, siendo sinceros, junto a él, ¿qué tenemos realmente en el cielo o en la tierra que sea comparable? Su don del sábado llega fielmente con una liberación silenciosa de esa fatiga que nos consume los huesos. Impulsados a dar cada vez más, oímos el llamamiento del sábado a menos: menos de nuestras querencias y cada vez más de nuestro Dios. Es la libertad que venimos anhelando.
“Venid a mí […] y yo os haré descansar” (Mat. 11:28).

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